La ciudad, valle alto entre dos cordilleras, amanece cada día inmersa en una nube grisácea. El denso velo se levanta, lento, entre el revuelo de pájaros que llaman para que empiece el día. Es como si el valle se fuera quitando las sábanas luego de un pesado sueño. La cordillera, todavía oscura, se adivina hacia el oeste y penetra en el horizonte. La luz empieza a crecer. El aire gris se convierte poco a poco en nubes blancas, copos de algodón que suavizan el paisaje entre la firmeza de cada montaña. El cielo se despeja y parece que entre los árboles naciera de cada pájaro un color; en su vuelo llevan al valle del gris a la fiesta. Amanece en Cali. En un rato todo será exuberancia, calor y color. Es el ritual de cada día.